2 CORINTIOS 5: MINISTROS DE RECONCILIACIÓN.
16 De manera que nosotros de aquí en adelante a nadie conocemos según la carne; y aun si a Cristo conocimos según la carne, ya no lo conocemos así. 17 De modo que si alguno está en Cristo, nueva criatura es; las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas. 18 Y todo esto proviene de Dios, quien nos reconcilió consigo mismo por Cristo, y nos dio el ministerio de la reconciliación; 19 que Dios estaba en Cristo reconciliando consigo al mundo, no tomándoles en cuenta a los hombres sus pecados, y nos encargó a nosotros la palabra de la reconciliación. 20 Así que, somos embajadores en nombre de Cristo, como si Dios rogase por medio de nosotros; os rogamos en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios. 21 Al que no conoció pecado, por nosotros lo hizo pecado, para que nosotros fuésemos hechos justicia de Dios en él.
Desde el día que nos convertimos, ha de ser nuestra manera de vivir “en Cristo”; por lo tanto ninguna experiencia debemos vivirla con el sistema de valores y conocimientos del mundo, sino desde la mirada de Jesucristo, puesto que Él ahora vive dentro de nosotros. “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”. A nadie debemos conocer según la carne sino según el espíritu. Todo lo antiguo: ese modo de sentir la vida (nostálgico, romántico, mágico, racional o emocional en exceso, etc.), como interpretábamos las experiencias (la suerte, el azar, la lógica científica, la superstición, etc.), los propósitos que abriga el alma (dinero, poder, fama, etc.), en fin lo que la mente carnal y el mundo habían depositado en nosotros; nada de eso debe estar ahora. Porque hemos nacido de nuevo, hemos sido regenerados, tenemos otra mente y otro corazón, llenos de Cristo, “las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”.
Lo que ahora somos como personas y vivimos como discípulos de Jesucristo, proviene de Dios. Nada ha sido ni será construido por mi carne. Es de esperar que sea guiado por el Espíritu Santo y así toda mi vida sea Él en mí. Dios nos llamó por medio de Su Hijo, el Espíritu nos convenció de pecado, puso arrepentimiento y fe en nuestro corazón y así fuimos trasladados al Reino de Dios. Ahora somos nuevas criaturas, reconciliadas con el Padre. No que Él estuviese en guerra con nosotros y nos hubiese vencido; no, jamás Dios Padre ha estado contra el Hombre. Es el ser humano quien que se puso en contra de su Creador. Fue tanto el amor de Dios que buscó nuestra reconciliación. Tanto más pecaba el Hombre, tanto más se alejaba de Él, y se cubría con todo tipo de hojas de higuera su vergüenza: filosofías, artes, pensamientos mágicos e irracionales, diversión, drogas y otros vicios, éxito, etc. Nada pudo acallar su conciencia, hasta que, al escuchar el mensaje del Evangelio, cayó humillado a Sus plantas, pidió perdón arrepentido y recibió la paz. ¿Cuál fue el precio de ese perdón? La muerte de Jesucristo en la cruz. La sangre de Su Hijo nos lavó de toda nuestra maldad. Aún no podemos comprender a cabalidad la profundidad y altura de ese amor del Padre. Nos reconcilió con Él porque nos amó.
A pesar de mi pecado, desobediencia, inconstancia, incredulidad… Él, además de perdonarme y aceptarme como Su hijo, me encarga el ministerio de la reconciliación. ¿Puede haber alguien menos capacitado para ello que el hombre? ¿Cómo podré decir “no pequen” si soy un pecador? Entonces tendré que confesar a todos “soy un pecador… pero arrepentido; ¡arrepiéntanse ustedes también y recibirán la eterna salvación! ¿Qué ejemplo podré dar yo de buen “discípulo de Jesucristo” si caigo tantas veces en pecado y en inconsistencia de mi fe? Ninguno, salvo cuando logro aprobar unas horas o unos minutos, por buena conducta. Pero no predicaré mis obras sino la obra de Él, Jesucristo, en la cruz; y todo aquello bueno que yo pueda hacer, no es obra mía sino el Espíritu Santo que vive en mí. Sí, los cristianos tenemos el privilegio de ser ministros de reconciliación.
Mas no sólo ministros sino también “embajadores en nombre de Cristo”. El Reino de Dios tiene su sede principal en los cielos, allí está el trono desde donde Cristo, a la diestra de Dios Padre, dirige toda operación en Su Reino. Quienes vivimos en la tierra todavía, venimos ser representantes de ese Reino, verdaderos embajadores de Cristo. Como tales, investidos estamos de Su autoridad y representación, y conforme a ese rango habremos de comportarnos. Necesitamos la inteligencia y astucia de un diplomático que debe dialogar con personas que no pertenecen al Reino de Dios; la gentileza de un embajador para conquistar la buena voluntad de los naturales del lugar; dar a conocer la cultura, los valores, principios y conocimientos del Reino de Dios; en fin ser fieles al Rey que nos ha dejado en Su representación. Es una tarea de gran paciencia, comprensión, perseverancia y misericordia; implica no obligar a los hombres y mujeres a creer y obedecer al Señor, sino rogar “en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios.”
Desde el día que nos convertimos, ha de ser nuestra manera de vivir “en Cristo”; por lo tanto ninguna experiencia debemos vivirla con el sistema de valores y conocimientos del mundo, sino desde la mirada de Jesucristo, puesto que Él ahora vive dentro de nosotros. “Ya no vivo yo, sino que Cristo vive en mí”. A nadie debemos conocer según la carne sino según el espíritu. Todo lo antiguo: ese modo de sentir la vida (nostálgico, romántico, mágico, racional o emocional en exceso, etc.), como interpretábamos las experiencias (la suerte, el azar, la lógica científica, la superstición, etc.), los propósitos que abriga el alma (dinero, poder, fama, etc.), en fin lo que la mente carnal y el mundo habían depositado en nosotros; nada de eso debe estar ahora. Porque hemos nacido de nuevo, hemos sido regenerados, tenemos otra mente y otro corazón, llenos de Cristo, “las cosas viejas pasaron; he aquí todas son hechas nuevas”.
Lo que ahora somos como personas y vivimos como discípulos de Jesucristo, proviene de Dios. Nada ha sido ni será construido por mi carne. Es de esperar que sea guiado por el Espíritu Santo y así toda mi vida sea Él en mí. Dios nos llamó por medio de Su Hijo, el Espíritu nos convenció de pecado, puso arrepentimiento y fe en nuestro corazón y así fuimos trasladados al Reino de Dios. Ahora somos nuevas criaturas, reconciliadas con el Padre. No que Él estuviese en guerra con nosotros y nos hubiese vencido; no, jamás Dios Padre ha estado contra el Hombre. Es el ser humano quien que se puso en contra de su Creador. Fue tanto el amor de Dios que buscó nuestra reconciliación. Tanto más pecaba el Hombre, tanto más se alejaba de Él, y se cubría con todo tipo de hojas de higuera su vergüenza: filosofías, artes, pensamientos mágicos e irracionales, diversión, drogas y otros vicios, éxito, etc. Nada pudo acallar su conciencia, hasta que, al escuchar el mensaje del Evangelio, cayó humillado a Sus plantas, pidió perdón arrepentido y recibió la paz. ¿Cuál fue el precio de ese perdón? La muerte de Jesucristo en la cruz. La sangre de Su Hijo nos lavó de toda nuestra maldad. Aún no podemos comprender a cabalidad la profundidad y altura de ese amor del Padre. Nos reconcilió con Él porque nos amó.
A pesar de mi pecado, desobediencia, inconstancia, incredulidad… Él, además de perdonarme y aceptarme como Su hijo, me encarga el ministerio de la reconciliación. ¿Puede haber alguien menos capacitado para ello que el hombre? ¿Cómo podré decir “no pequen” si soy un pecador? Entonces tendré que confesar a todos “soy un pecador… pero arrepentido; ¡arrepiéntanse ustedes también y recibirán la eterna salvación! ¿Qué ejemplo podré dar yo de buen “discípulo de Jesucristo” si caigo tantas veces en pecado y en inconsistencia de mi fe? Ninguno, salvo cuando logro aprobar unas horas o unos minutos, por buena conducta. Pero no predicaré mis obras sino la obra de Él, Jesucristo, en la cruz; y todo aquello bueno que yo pueda hacer, no es obra mía sino el Espíritu Santo que vive en mí. Sí, los cristianos tenemos el privilegio de ser ministros de reconciliación.
Mas no sólo ministros sino también “embajadores en nombre de Cristo”. El Reino de Dios tiene su sede principal en los cielos, allí está el trono desde donde Cristo, a la diestra de Dios Padre, dirige toda operación en Su Reino. Quienes vivimos en la tierra todavía, venimos ser representantes de ese Reino, verdaderos embajadores de Cristo. Como tales, investidos estamos de Su autoridad y representación, y conforme a ese rango habremos de comportarnos. Necesitamos la inteligencia y astucia de un diplomático que debe dialogar con personas que no pertenecen al Reino de Dios; la gentileza de un embajador para conquistar la buena voluntad de los naturales del lugar; dar a conocer la cultura, los valores, principios y conocimientos del Reino de Dios; en fin ser fieles al Rey que nos ha dejado en Su representación. Es una tarea de gran paciencia, comprensión, perseverancia y misericordia; implica no obligar a los hombres y mujeres a creer y obedecer al Señor, sino rogar “en nombre de Cristo: Reconciliaos con Dios.”
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