COLOSENSES 1: ¿QUIÉN ES EL CRISTO?



LA EPÍSTOLA DEL APÓSTOL SAN PABLO A LOS COLOSENSES

“15 El es la imagen del Dios invisible, el primogénito de toda creación. / 16 Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. / 17 Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten; / 18 y él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia, él que es el principio, el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia; / 19 por cuanto agradó al Padre que en él habitase toda plenitud, / 20 y por medio de él reconciliar consigo todas las cosas, así las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz.”

Abraham, llamado el padre de la fe, no necesitó de un ícono para representar a Dios ni para relacionarse con Él. Sencillamente se comunicaba con Jehová por medio de la fe. Los pueblos sumerios, los egipcios, los griegos y luego los romanos, todos hicieron dioses visibles y palpables. Los hebreos fueron los únicos que conocieron al Dios Invisible, el Dios Verdadero. Sin embargo, conociendo el Creador nuestra humana necesidad de tener una clara representación de la Divinidad, nos dio a Jesucristo, “la imagen del Dios invisible”. El Señor Jesucristo satisface plenamente nuestra curiosidad de saber cómo es Dios y de poder verlo en nuestra oración. Obviamente esto no justifica que hagamos esculturas o pinturas de Él para poder orarle; en verdad no lo necesitamos porque la fe trasciende a lo concreto. La fe y la poderosa imaginación del ser humano superan toda realidad concreta. Por medio de la fe en Jesucristo nuestra alma vuela hacia la realidad sobrenatural y se comunica con el Creador.

Pero la “imagen” que necesitamos ver con mayor intensidad no es la imagen visual, sino la espiritual, aquella que trasunta todo el amor de Dios, como lo describe la Palabra: “4 El amor es sufrido, es benigno; el amor no tiene envidia, el amor no es jactancioso, no se envanece; / 5 no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; / 6 no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. / 7 Todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.” (1 Corintios 13:4-7). Vemos al Señor en esta descripción: Cristo es sufrido, es benigno; Cristo no tiene envidia, Cristo no es jactancioso, no se envanece; Cristo no hace nada indebido, no busca lo suyo, no se irrita, no guarda rencor; Cristo no se goza de la injusticia, mas se goza de la verdad. Cristo todo lo sufre, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta.

Este Mesías (voz hebrea que significa “Ungido”) o Cristo (voz griega), es también “el primogénito de toda creación.” En el término “primogénito” se incluyen dos aspectos: primero que Cristo existe antes de toda criatura, es decir que es anteriormente engendrado; y segundo que Él tiene total autoridad o preeminencia sobre todo lo creado, como cualquier hijo mayor sobre sus hermanos. No debemos entender la frase “el primogénito de toda creación” como que Él sea una creatura o creación de Dios “Porque en él fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles; sean tronos, sean dominios, sean principados, sean potestades; todo fue creado por medio de él y para él. / Y él es antes de todas las cosas, y todas las cosas en él subsisten” (versos 16 y 17). Cristo es un Ser Superior y Único, no es una criatura creada sino que es Dios, la Segunda Persona de la Trinidad.

Agrega la Palabra en su descripción de nuestro Salvador y Señor, que “él es la cabeza del cuerpo que es la iglesia”. Sin Cristo, la Iglesia no tiene Cabeza. Ningún hombre puede hacer de cabeza de la Iglesia, sólo Jesucristo. Una iglesia sin Cristo es un cuerpo sin vida, como un hombre decapitado no puede tener vida. Cuando a San Pablo le fue cortada la cabeza, murió como humano, pero fue a estar con su Señor, que es Cabeza de la Iglesia en la tierra y en los cielos. La única forma que el apóstol siguiera vivo para Dios era sometiéndose a Cristo, Cabeza de la Iglesia. Él vivió sometido a Cristo hasta la muerte, nunca dejó de ser Cristo su Cabeza. Curioso es que el que nos enseñó que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo y Jesucristo es su Cabeza, muriese decapitado. Tal vez Dios nos quiso dar una última lección con la muerte de Pablo: que un verdadero discípulo no tiene por cabeza su propia cabeza humana sino que su verdadera Cabeza es su Señor.

Este Cristo, “que es el principio”, es por último “el primogénito de entre los muertos”, porque todos los pecadores estábamos muertos espiritualmente en delitos y pecados, hasta que vino el Salvador a morir por nosotros. Él murió y resucitó, volvió a la vida llegando a ser  “el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia”. Esto sucedió así por voluntad del Padre. Dios quería “que en él habitase toda plenitud”, que Él fuera la respuesta a toda interrogante humana. Cristo es la puerta para nuestra salvación; Cristo es el camino de nuestra salvación; Cristo es la meta de nuestra salvación; Cristo es la salvación. Por medio de Jesucristo el Padre reconcilió a los hombres con Dios trayendo la paz “mediante la sangre de su cruz.”

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