GÁLATAS 3: JUSTIFICADOS POR SU GRACIA.


“21 ¿Luego la ley es contraria a las promesas de Dios? En ninguna manera; porque si la ley dada pudiera vivificar, la justicia fuera verdaderamente por la ley. / 22 Mas la Escritura lo encerró todo bajo pecado, para que la promesa que es por la fe en Jesucristo fuese dada a los creyentes.”

Cuando la Escritura habla de la Ley podemos entenderla de varias maneras: 1) Se refiere a los 10 mandamientos entregados por Jehová a Moisés en el monte del Sinaí; 2) Se trata de todos los mandatos, tanto morales como rituales, entregados al pueblo hebreo y llamada Ley mosaica, que incluye los 10 mandamientos; 3) La totalidad de preceptos, normas, mandamientos y estatutos dados por Dios en la Biblia, Antiguo y Nuevo Testamento; o 4) Cualquier regla externa dada por la religión al ser humano.

En este caso la Biblia dice: “21 ¿Luego la ley es contraria a las promesas de Dios? En ninguna manera; porque si la ley dada pudiera vivificar, la justicia fuera verdaderamente por la ley.” Entendemos que se trata de toda la Ley mosaica, la cual fue entregada al pueblo de Dios para encaminarlo hacia la salvación que es en Cristo. Ellos aún no veían al Salvador, si bien es cierto esperaban al Mesías; pero podían cumplir ese conjunto de normas éticas, religiosas y hasta higiénicas, dadas por Dios, para agradarlo y sentirse perdonados por Él.

Dios mismo le había entregado al pueblo judío Su Ley. Ellos procuraban cumplirla y amaban esa Ley como expresión de Él, pero en algún minuto se desviaron y privilegiaron la Ley por sobre el Autor de ella. Nos preguntamos ¿Qué es más importante: la Palabra de Dios o Dios mismo? Tal vez dudemos en nuestra respuesta… Más claro: ¿qué está primero: la Biblia o el Autor de la Biblia? Evidentemente Dios es el más importante en nuestra fe. La Biblia no es contraria ni a las promesas de Dios ni a la fe en Jesucristo, pero la Biblia no es la que nos vivifica pues, si así fuera, nuestra salvación sería por la lectura del Libro Sagrado. Entiéndase bien: la salvación la recibimos por el Autor de la Biblia, quien es, como dice la Escritura, “Jesús, el autor y consumador de la fe” (Hebreos 12:2)

La Ley era importante para el pueblo escogido; aún más, es importante también para nosotros, los gentiles, pero sólo en aquellos aspectos que apunten a nuestro desarrollo espiritual interno. La Ley mosaica tenía muchos ritos que apuntaban a Cristo y que luego, con su advenimiento, caducarían para dar lugar a otro sistema: la Gracia. Ya no necesitamos circuncidarnos, ni guardar determinados días, ni hacer abluciones y otros actos sagrados para obtener perdón y ser reconciliados con Dios. Basta solamente la acción salvadora, redentora, justificante, santificadora, que hizo Jesucristo por nosotros en la cruz del Gólgota. Si nos reconocemos pecadores y tenemos fe en Él y Su sacrificio expiatorio por nuestras culpas, somos salvos.

El Apóstol Pablo dice que “la Escritura lo encerró todo bajo pecado, para que la promesa que es por la fe en Jesucristo fuese dada a los creyentes.” Esta palabrita “pecado” que tanto molesta a los humanos de hoy, que se procura borrar del vocabulario, que se la considera muy dura, humillante o injusta, resulta ser un término favorito del Evangelio. Aparece 386 veces en la Biblia contra 217 que figura la palabra amor, es decir 169 veces más. Pecado definido por la misma Escritura es “transgresión de la ley” (1 Juan 3:4) “Todo el que practica el pecado, practica también la infracción de la ley, pues el pecado es infracción de la ley.” (Biblia de las Américas) Para poder calificar una acción como infracción, es preciso tener una medida o vara, un reglamento o ley. Para que el ser humano pueda identificar el pecado es necesario que conozca la Ley. Jesús hizo un breve resumen de la Ley cuando dijo: “37 …Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, y con toda tu alma, y con toda tu mente. / 38 Este es el primero y grande mandamiento. / 39 Y el segundo es semejante: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. / 40 De estos dos mandamientos depende toda la ley y los profetas.” (San Mateo 22:37-40) San Pablo citó en una de sus cartas estas palabras (Gálatas 5:14) La palabra pecado responde a una realidad que hasta el día de hoy vivimos los humanos: no estamos obedeciendo a Dios sino que actuamos contra Su voluntad. ¡Por eso está tan mal el mundo! Dicha palabra ofende al orgullo humano, hiere su vanidad y autonomía, pone justo el dedo de Dios en la yaga del hombre y la mujer, su falta. Pecado es algo más que un error, es una infracción contra Dios.

El versículo termina con estas palabras: “para que la promesa que es por la fe en Jesucristo fuese dada a los creyentes.” Todo en la Biblia, como en la vida, tiene un por qué, una razón de ser, un propósito. ¿Para qué la Ley? Para mostrarnos que somos pecadores. ¿Para qué hablar tanto de pecado y pecados y pecadores? Para que por fin reconozcamos nuestra condición y nos declaremos desesperados: ¡¡¿Qué haremos?!! ¿Para qué provocar esta desesperación? Para que nos sea declarada la promesa de la fe, “que si confesares con tu boca que Jesús es el Señor, y creyeres en tu corazón que Dios le levantó de los muertos, serás salvo; / porque con el corazón se cree para justicia, pero con la boca se confiesa para salvación” (Romanos 10:9,10)

Ninguna obra humana, por más buena y honesta que sea, puede justificar al hombre porque la naturaleza de éste está corrompida por el pecado; es evidente, entonces que requerimos la acción salvadora de un agente externo al universo, Santo, sin mancha, Perfecto, que nos vuelva a hacer justos, como lo fueron nuestros primeros padres Adán y Eva. Sólo Jesucristo puede limpiarnos del pecado de orgullo, incredulidad y rebelión; sólo el Hijo de Dios puede salvarnos de eterna condenación; sólo el Señor puede transformarnos en nuevas criaturas. Esto sólo requiere que nos abandonemos a la fe pues “ … por la ley ninguno se justifica para con Dios, es evidente, porque: El justo por la fe vivirá” (Gálatas 3:11)

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